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Con A de autonomía. Alfabeto de supervivencia para mujeres en tiempos globalizados

La autonomía económica debe entenderse desde una perspectiva en la que tanto el uso del tiempo como los aportes sociales y económicos de las mujeres al desarrollo de las naciones se constituyen en un factor esencial de empoderamiento femenino.

La autonomía económica debe entenderse desde una perspectiva en la que tanto el uso del tiempo como los aportes sociales y económicos de las mujeres al desarrollo de las naciones se constituyen en un factor esencial de empoderamiento femenino.

La autonomía económica es la capacidad de las mujeres de generar ingresos y recursos propios en función de su acceso justo e igualitario al trabajo remunerado[1].  La autonomía económica refiere a la igualdad de oportunidades, al ejercicio de los derechos laborales, al goce de prestaciones sociales y a la participación femenina en el diseño de políticas públicas alusivas a la equidad socioeconómica.

La autonomía económica debe entenderse desde una perspectiva en la que tanto el uso del tiempo como los aportes sociales y económicos de las mujeres al desarrollo de las naciones se constituyen en un factor esencial de empoderamiento femenino y, por tanto, del ejercicio de sus derechos fundamentales. Una mujer económicamente autónoma no sólo es aquella capaz de proveer su propio sustento y el de las personas dependientes de ella, sino la que puede decidir la mejor forma de acceso a dicha provisión. Más allá de la autonomía financiera, la autonomía económica integra un componente no monetario sustentado en el tiempo y la atención que la mujer dedica a la satisfacción de las necesidades de la sociedad, la comunidad y la familia, un valor largamente ignorado en el contexto geosocial de la región latinoamericana y al que la autonomía económica otorga amplios márgenes de visibilidad.

Alcanzar la autonomía económica no es un ejercicio sencillo cuando se debe lidiar con un imaginario vinculado a fuertes patrones de patriarcado aún vigentes en numerosas comunidades de la región a través de las leyes de usos y costumbres, mismas que vinculan el acceso de las mujeres al empleo remunerado a la aquiescencia del parentesco masculino —padre, marido, hermano,  hijo—. En contextos urbanos, pese al mayor conocimiento de la legislación en materia de equidad de género, que es cada vez más sólida, las reticencias derivadas del tejido social vinculado secularmente a la preeminencia masculina dificultan la integración femenina al universo laboral, relegando a las mujeres al trabajo reproductivo, es decir, al cuidado de la casa, la familia y los ancianos o, en otros términos, a las labores propias de su sexo, aquellas que durante siglos las tuvieron, de grado o fuerza, con la pata quebrada y en casa. Tareas que, por otra parte, ejercen independientemente de su incorporación al mercado laboral, lo que implica tanto una cuidadosa gestión del tiempo como el establecimiento de un delicado equilibrio entre las actividades remuneradas y aquellas otras de carácter doméstico.

El intento —no siempre exitoso— de conjugar ambas facetas obliga a un alto porcentaje de mujeres a tomar empleos a tiempo parcial, con frecuencia en puestos u ocupaciones vulnerables, de baja proyección profesional y esquemas de remuneración inferiores a los diseñados para varones. El trabajo informal —artesanía, agricultura, ventas— es la otra alternativa de las mujeres latinoamericanas para integrarse a la dinámica económica, adquirir autonomía financiera, cumplir con las tareas de cuidado tradicionalmente asignadas a su género y contribuir a la economía familiar con un salario que, en términos generales, suele considerarse complementario del masculino. La indefensión de la mujer en este complejo contexto ha impulsado la aparición de un nuevo enfoque económico de naturaleza disruptiva que cuestiona los paradigmas tradicionales de sesgo androcéntrico en cuanto a su concepción, categorías y marcos analíticos para incorporar al estudio económico las relaciones de género[2]: La economía feminista.

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La economía feminista

La economía feminista aborda la incorporación de la mujer al empleo remunerado desde escenarios más igualitarios y sustentables de la organización económica y territorial, capaces de otorgar mayor y mejor visibilidad a la contribución económica de las mujeres y de favorecer la construcción de nuevos espacios sociolaborales en los que la producción mercantil se articule con la reproducción social. Así, la economía feminista propicia la integración del trabajo retribuido con las labores de cuidado. Aboga por la desaparición de la división sexual del trabajo que tradicionalmente atribuye a los hombres la parte productiva —producción de mercancía— y a las mujeres la reproductiva —labores de cuidado—, priorizando socialmente la primera sobre la segunda. Cuestiona la concepción secular de los núcleos familiares —padre, madre, hijos— en los que el hombre funge como proveedor económico y la mujer como proveedor emocional, sin perjuicio de que pueda, si la situación lo requiere, ejercer alguna actividad remunerada que complemente el ingreso familiar.  Un esquema obsoleto que, en economías emergentes como las latinoamericanas, ha demostrado ser inservible.  En tal escenario, la autonomía económica responde a un todavía hipotético modelo de sociedad que reconozca en términos de igualdad cualquier trabajo independientemente de quien lo ejecute; basado en el derecho fundamental de la persona al empleo digno y justo, con condiciones adecuadas en materia de remuneración, prestaciones, salud y seguridad laboral; sin discriminación y apoyado por políticas públicas que equilibren las tareas de producción y de reproducción. Lo anterior, considerando que más allá de criterios de justicia social, la autonomía económica debe entenderse como un elemento medular para el desarrollo sostenible de la región,  de modo acorde a lo expuesto en la Estrategia de Montevideo para la Implementación de la Agenda Regional de Género en el Marco del Desarrollo Sostenible hacia 2030[3], en cuanto a los nudos críticos de desigualdad de género que, una vez desatados, permitirán el tránsito de la cultura de privilegio a la de la igualdad de derechos.


[1] Confederación Económica para América Latina (CEPAL, 2017).

[2] Robinson (s/f).

[3] La Estrategia de Montevideo para la Implementación de la Agenda Regional de Género en el marco del Desarrollo Sostenible hacia 2030 , fue aprobada por los Estados miembros de la CEPAL en la XIII Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe. La Estrategia de Montevideo tiene por objeto guiar la implementación de la Agenda Regional de Género y asegurar que se emplee como hoja de ruta con vistas a alcanzar la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible a nivel regional desde la perspectiva de la igualdad de género, la autonomía y los derechos humanos de las mujeres.

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