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“Me van a intubar” La lucha desigual contra el Covid-19

Por: Claudia Pacheco Ocampo

“Ya estoy cansado, hija. Mis nervios tronaron… me van a intubar”, dijo mi padre previo al Año Nuevo, a través de una videollamada, desde la fría cama de un hospital. Mi padre se contagió de Covid-19 el día en que yo cumplí 44 años. Ese miércoles, 9 de diciembre, esperé su llamada, y como no lo hizo, le escribí por la tarde para decirle que ya podía felicitarme, pues siempre olvidaba los cumpleaños de la familia. En la charla, me dijo que había salido con un amigo para buscar la pieza de un auto. 

Aunque su jefe le decía que no era necesario que se presentara a trabajar, mi papá lo hacía porque necesitaba sentirse productivo a sus 72 años, porque estando en casa se aburría. Cinco días después, mi hermano y yo hablamos con él a través de una videollamada. Le dolía la garganta. “Pero ya me están medicando, hija. No te preocupes”. Sin embargo, fue inevitable no preocuparme. Además del dolor, mi papá tenía fiebre, su saturación de oxígeno bajó a 86%, no le sabían los alimentos y tenía poco olfato. Los focos rojos se encendieron y lo primero que hice fue llamarle a mi hermana. 

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No perdimos más tiempo y antes de realizarle la prueba, mi esposo y yo nos movilizamos a la zona de hospitales, en Tlalpan, en busca de un tanque de oxígeno. Regresamos a casa después de la medianoche y sin suerte, no lo hallamos, estaban agotados. Pactamos consulta al día siguiente con el único neumólogo disponible, pues el resto de los especialistas que nos recomendaron, ya tenían su agenda saturada. “Debieron declarar a la Ciudad de México en Semáforo Rojo desde noviembre, antes del Buen Fin, pero no lo hicieron y hoy el virus nos ha rebasado”, explicó el doctor con voz apurada. 

“Todo indica que su padre tiene Covid-19 y hay que hacer todo rápido”. Mientras surtía la lista de medicamentos en la farmacia, mi hermana buscaba con insistencia un tanque de oxígeno. Ahí comenzó nuestro calvario. Ninguno de los números que conseguimos respondía a la llamada y si lo hacían, era para decir que ya no había tanques ni concentradores en existencia, ni en renta, ni en venta. 

Finalmente, mi hermana y mi cuñado lograron lo que parecía imposible. Consiguieron un tanque prestado a través de un vecino y, para nuestra fortuna, estaba a full de oxígeno. No hay tiempo que perder, tenemos que llevárselo. Fuimos a comprar las puntas nasales, el vaso humidificador, la mascarilla con reservorio, el agua destilada, desinfectante de superficies, otro ambiental, cubrebocas y a correr. 

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Esa noche, don Ezequiel durmió a gusto y de corrido. “El oxígeno hizo la diferencia, hija, me siento muy bien”, decía mi papá. La prueba de antígenos confirmó el Covid-19 y la radiografía de tórax mostró una ligera neumonía. Mi hermana hubiera preferido que mi papá no supiera lo que tenía, pero yo pensé que tenía derecho a saberlo. Cuando se lo revelé, su reacción fue de sorpresa y preocupación: “¡Ah, Chihuahua!”. Hoy no sé si hice lo correcto… 

Los medicamentos eran los adecuados o, al menos, en eso confiamos. Le prescribieron un corticosteroide para evitar la inflamación de sus pulmones, otro para que no se le coagulara la sangre, así como Paracetamol para la fiebre y el dolor. Para estar mejor coordinados y en comunicación constante, abrimos un chat familiar. En él estábamos su esposa (quien lo atendía en casa), mi hermana, mi papá y yo. “Prometo hacer mi tarea. Muchas gracias a todos”, decía mi papá.

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Ese 15 de diciembre hicimos una videollamada. Con su oxígeno puesto, sonreía y aseguraba sentirse bien. Y todos contentos, nos tomamos la foto del recuerdo. Al día siguiente, mientras se permanece en la fila durante nueve horas, a la espera de cargar un tanque de oxígeno, se piensa en miles de cosas. Se observan decenas de rostros con desesperación y angustia. Y mientras algunos lloran, otros oran porque ya llegue la ambulancia que solicitaron hace tres horas.

Con mil pesos en la mano para pagar una carga que apenas le durará un día o menos a papá, se sienten escalofríos y muchísimo miedo ante lo que pueda suceder, pero también se tiene una profunda fe de que todo saldrá bien, porque mi papá es fuerte y está en manos de Dios. El tanque de oxígeno inició a 2.5 litros por segundo, pero el 18 de diciembre se debió ajustar a 4.5 litros. Para ese entonces, mi hermana había conseguido un concentrador de oxígeno a fin de que mi papá nunca se quedara sin el vital gas.   

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Sin embargo, el virus fue avanzando rápidamente y sin piedad. La fiebre cedía por horas y volvía; la presión se elevaba y la oxigenación llegaba a 75 por ciento. Papi, ¿quieres ir al hospital?”, su respuesta fue negativa. Entonces, nos propusimos a hacer lo humanamente posible, con aquello que contábamos y en las circunstancias que estábamos. Para ese momento, mi papá ya usaba dos concentradores, uno por puntas nasales y el otro a través de una mascarilla con reservorio. El objetivo consistía en suministrarle la mayor cantidad de oxígeno posible. 

Mi papá continuaba debilitándose. No tenía miedo, nunca lo tuvo, pero sabía que tarde o temprano agotaríamos todos los recursos y quizá debíamos pensar en otra opción. El 21 de diciembre, justo el día en que cumplía su primer aniversario de bodas, mi papá accedió a internarse. La ambulancia llegó antes de lo previsto y a través del *911, los paramédicos indicaron que había disponibilidad en un hospital del IMSS no tan lejano. 

Ya no alcancé a verlo antes de que ingresara, pero teníamos puestas todas nuestras esperanzas en su salud. El 22 de diciembre, la enfermera comunicó que mi papá se hallaba en el área de urgencias con una saturación de oxígeno de entre 91 y 93 por ciento, que no había necesidad de intubación porque estaba respondiendo favorablemente al tratamiento. Al escuchar eso, todos lo celebramos, sentimos paz y fe, mucha fe. Los días siguientes se complicaron en el tema de informes. El hospital estaba saturado de pacientes y a las afueras de él, decenas de familiares, provenientes de varios estados del país, clamaban por alguna noticia positiva. 

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Previo a la Navidad se dificultó la comunicación con el personal médico, pues los horarios de jornada disminuyeron y tuvimos que recurrir al “chesco para el poli” y a la exagerada amabilidad con la trabajadora social. También nos infiltramos en el hospital e hicimos uso de “influencias“ para lograr saber de mi papá, pues los informes del IMSS que se consultan por Internet, sólo indican: “Estado Grave” y nada más, sin más detalles.

Día con día, las noticias fueron poco alentadoras. Mientras mi padre se encontraba luchando desde la cama 449 del hospital, con el suministro de oxígeno a 15 litros por minuto, el 25 de diciembre tuve que tomar una de las decisiones más difíciles de mi vida. “Usted debe firmar aquí, como familiar responsable, en caso de que se requiera la intubación”. Y lo hice mientras la mano me temblaba. Sólo Dios sabe del esfuerzo que hice para no quebrarme y llorar. 

Antes de ser hospitalizado, mi papá decía que se hiciera lo que tuviera que hacerse, pero qué difícil hacerlo. Firmé con la esperanza de que no suceda y si así ocurriera, que sea lo mejor para él. Los próximos días fueron de angustia. Papá iba bien, pero al fallecer dos pacientes con los que compartía cubículo, se vino para abajo. Necesitaba vernos, necesitaba una videollamada que le reconfortara el alma y a nosotros también. Pero, ¿cómo lograrlo en días festivos que descansa gran parte del personal y no hay informes?, ¿cómo cuando se cruza el fin de semana y tampoco laboran las de Trabajo Social?

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Pero hubo esperanza cuando Brenda, una de las enfermeras que lo atiende, se comunicó conmigo. Me dijo que papá creía que lo abandonamos porque no lo visitábamos. ¿Y cómo le explicarle que la zona Covid-19 en la que estaba, era prohibida para nosotros? La información fluía por todos lados gracias a muchos ángeles que comenzaron a ayudarnos, no estábamos solos, había mucha gente apoyándonos. Y así, el 30 de diciembre, casi a las 9 de la noche, llegó la anhelada videollamada gracias al enfermero Édgar.

“Papito, no dejes de luchar”, le decía y él respondía: “Te lo prometo, hija” mientras, cruzaba sus brazos en señal de abrazo, de agradecimiento, de amor… también aplaudió, aplaudimos todos. Papá pedía que buscáramos a sus amigos Eva Guerrero, al doctor Gumi y a Mariana para que revisaran su expediente. Su esposa le dijo que todos estaban muy pendientes de él: Luis Carlos, el señor Franco Carreño, sus hermanos y demás amistades.

Sabía que todos estábamos luchando junto con él, que hacíamos todo cuanto estuviera a nuestro alcance para que él viviera. El 31 de diciembre, a lo lejos se escuchaba a mis vecinos con los preparativos por el inicio de 2021, y mientras colocan las copas de sidra y las uvas en la mesa para pedir sus deseos, mi papá ya estaba de nuevo en la línea y con la noticia que me paralizó: “Me van a intubar. Ya estoy cansado, hija”. 

En ese momento, se me vino el mundo encima, fue como un balde de agua helada. Mi fortaleza se hacía pedazos y sin saber qué responderle. “¿Qué necesitas que haga, papito?”, le pregunté. “Nada más avisar. La vida continua, hija. Es muy desigual la lucha, ha fallecido mucha gente, mis nervios tronaron, hija. Que sea lo que Dios diga. Avísenle a Luis Carlos (su jefe) para todo lo necesario”, decía mi papá recostado boca abajo con mascarilla y con dificultad para hablar. 

Así es la lucha desigual contra el Covid-19

“Si papito lindo, pero tú eres fuerte y lo vas a lograr. No te rindas, papito, necesitamos hacer muchas cosas juntos. Te amo, papito, no dejes de luchar. Estás en manos de Dios, no te sueltes papacito”. Pero papá rompió en llanto, ya no puede más… Un minuto después, hicimos la videollamada con su esposa, su hija, mi hermana, mi sobrina, mi cuñado y mi esposo. 

“Me van a intubar”, les dijo. “¿Tú quieres eso?”, preguntó su esposa, y mi papá asintió con la cabeza: “Ya no doy más, hijos. Estoy muy bajo (de oxigenación)”.  

– “No tengas miedo, papacito lindo”, le digo.

– “Encomiéndate a Dios, mi vida, te mando la bendición. Todo va a estar bien, mi amorcito”, añadió su esposa.

– “Te amamos, papito. Gracias pa’, gracias. No te preocupes, nos vamos a ver, primero Dios”, le dijo mi hermana. 

“Eres un guerrero, papacito, eres muy fuerte. Nos has enseñado a luchar, no te dejes vencer. Acuérdate de cómo reconstruías los autos, los ponías en marcha otra vez, reconstruías toda la carrocería. Hazlo contigo también, papacito, reconstrúyete, lucha, vuélvete a armar. “Si te tienen que intubar, está bien, te va a ayudar, le ayudará a tus pulmones a que respiren mejor, y aquí te esperamos de vuelta, papacito. Prométemelo, papi”, le pedí con insistencia. 

Y sí lo prometió, pero Dios tenía otros planes para él y para nosotros…  “Disfruten los carros. Son muy buenos todos. Me van a intubar en unos cinco minutos, sigan hablando, por favor”, decía mientras movía su manita para decirnos adiós. Con la Virgen de San Juan de los Lagos, de la que era devoto y en manos de Dios, mi papá se fue al cielo el 4 de enero de 2021 dejando un inmenso dolor en mi corazón y un gran vacío en el alma. 

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Comparto esta historia para que Ezequiel no solo forme parte de las estadísticas de muertos en México por Covid-19. Lo hago para que al menos, quien lea esto, crea que el virus existe y le dé importancia al uso del cubrebocas, a mantener la sana distancia, a lavarse las manos, a sanitizar los ambientes, superficies y, sobre todo, a quedarse en casa si no es necesario salir. 

También comparto su caso, para denunciar que conseguir oxígeno en este país, es prácticamente un milagro; que hay pocas camas disponibles en hospitales y que el personal médico llega al límite de sus fuerzas cuando no hay insumos ni medicinas suficientes para salvar a los enfermos, mientras que éstos continúan llegando con la esperanza latente por vivir. 

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Escribo esto en memoria de mi padre Ezequiel, quien fue un guerrero que luchó hasta el último aliento. Que Dios bendiga su camino y que allá, en brazos de Dios, sea inmensamente feliz cruzando el arcoíris, arribita de las nubes y al lado de mi madre. Amén. 

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  1. Es una historia real y llena de mucho amor y esperanza. Dios bendiga y les de salud a quienes la necesitan.

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